Su mirada era una escalera al cielo, así lo enaltecía. Cuando aquellos discursos del habla solían coincidir los juegos que hacía con sus trenzas, transcribía en sus diarios las aventuras que a no ser por la inmensidad de sus manos guardaría en su almohada. Era amante y criminal, cuando se adueñaba de su intimidad. Se despedazaba en cuartos, tal era su fatalidad, eso le hacía sonreír mientras la coronaba de espinas. Incluso pedía permiso al tiempo, para que le concediera algunos ratos propios. Pues era capaz de hundirse un poco más sólo por encontrarse despertando sobre su pecho.
Las canciones, el escenario donde se llevaban a cabo los momentos de más elevado placer dibujaban la silueta de su hombre y hacían suyo su abrazo. No los unía el lazo del compromiso sino, uno más fuerte, el miedo a la soledad. Su elixir era a la vez tragedia, como sus mejillas, oscilando entre el llanto y la luminosidad. La vida la embelesaba pletórica en sueños, pero ella sabía dónde comenzaban. Y se enamoró.
"Hay mujeres nobles, pero en cierto modo pobres de espíritu que no saben expresar su entrega más profunda, como no sea ofreciendo su virtud y pudor: lo mejor que tienen. Y a menudo quienes aceptan ese regalo se comprometen mucho menos profundamente de lo que se suponen las donantes, ¡es una historia triste!".
La gaya ciencia, Friedrich Nietzsche.
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