Un olor nauseabundo envolviéndome. Un estómago desintegrándose. Y la sien, perpleja. Es entonces cuando algunos se preguntan cómo ha empezado todo.
Ya voy a dejar de arrastrarme por sórdidos pantanos, raspándome las rodillas a placer ajeno.
Esos perros emuladores, mientras buscan pareja para su juego burdo, sólo enfocan sus ojales abigarrados y comentan la función. Bien que hacen.
No los culpo, pues ¿qué más pueden hacer?
No los culpo, pues ¿qué más pueden hacer?
Los lobos aúllan sus voces sensibles, aclimatan el ambiente, lamen las heridas.
Los devoradores de la insignificancia ahora esperarán medio vacíos su próxima víctima.
La impaciencia acongoja a los unos y a los otros.
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