Existe un rincón en Rosario, al cual las garras ambiciosas disfrazadas de humanos no se lo han devorado y todavía sabe a eucaliptus. Queda donde la atmósfera retorna apacible que las manos sólo pueden atreverse a deshojar algún recuerdo para volverlo mágico. Porque allí nadie camina con los alardes de dueño... ni siquiera los pajaritos que esparcen su andar gracioso, pidiendo permiso a las ramas y a la tierra, mientras el viento invita un momentáneo vals a las hojas de los árboles entre susurros de libertad. Al fin y al cabo quién sabe si no ha quedado a salvo debido a la contingencia de haber crecido entre la vorágine citadina y la majestuosidad del río.
Se cuenta que allí resulta más fácil alegrarse que quejarse, como si la contemplación de esta naturaleza nos contagiara de esa parte nuestra que quedó sepultada bajo nuestra piel de cemento. ¡Qué amables son estos paisajes, capaces de entregarnos la armonía en una postal de aroma, sabor y movimiento! También fue cordial el destino, como si hubiera previsto nuestra ruta trágica, para permitirnos la vista en colores y poder alcanzar a descubrir cómo el solitario gomero aprendió a vivir junto a un jacarandá.
De la gaveta de textos sin publicar, 2/2/2012
(Esquina de Jujuy y Corrientes, encaminándose hacia el río)
(Esquina de Jujuy y Corrientes, encaminándose hacia el río)