Hola. Sólo vine a decir que me encanta este libro, así que en otras palabras, vengo a comunirlo. Y también puedo asegurar que se añadirá a la colección de los libros a releer. Que me ha motivado a querer atender a mis sueños, apoyando sobre la mesita de luz los instrumentos para anotarlos o en su caso intentar representarlos mediante el dibujo cuando despierte, antes de que los escurra el día. Y que será una tanza agradable, que me transportará a más de sus libros, a los cuales intentaré acercarme por mi cuenta aunque eso implique tener que ignorar conscientemente que existe el Instituto Jung en Buenos Aires, pero también signifique fijar una cita con el encantador estrés que supone el esfuerzo de la comprensión, y reservarme cierto dinero para helados comunidos.
Suele sucederme que cuando me topo con alguien llamativo a mi parecer en el sentido de que puedo crecer con lo que expresa, pero no incrementando medidas tangibles, sino desarraigándome de los prejuicios que cargo, aunque sea a través de un libro, me abrazo a él. Así que vengo a darle un abrazo de compañero psicológico a Carl Jung, si bien apenas lo conozco y sólo eso me baste para saber que me encuentro a una distancia y tal vez, dificultad no despreciables de su comprensión abarcadora, su relato me dio la impresión junto a las excelentes exposiciones de sus colaboradores de que ninguno de ellos saluda desde una nube, aunque tienen mucho que aportarnos. Se nota que su constancia puesta en el conocimiento ha contribuido a personalizarlos como seres de mente abierta, quienes acortan la brecha pues son capaces de atravesar la distancia que nos impone la forma que adoptamos en la materia. Sigo sin entender por qué nos apartan de sus obras en la facultad de Psicología. Creo que la ideología, además de que nos seduce con la pertenencia a un grupo, nos separa, convirtiendo a quienes disienten en otros y a quienes caemos, en desconocidos, tanto así nos violenta.
"Lo que llamamos consciencia civilizada se ha
ido separando, de forma constante, de sus instintos básicos. Pero estos
instintos no han desaparecido. Simplemente han perdido su contacto con
nuestra consciencia y, por tanto, se han visto obligados a hacerse valer
mediante una forma indirecta. Esta puede ser por medio de síntomas
físicos en el caso de las neurosis, o por medio de incidentes de
diversas clases, con inexplicables raptos de malhumor; olvidos
inesperados o equivocaciones al hablar. Al hombre le gusta creer que es
dueño de su alma. Pero como es incapaz de dominar sus humores y
emociones, o de darse cuenta de la miríada de formas ocultas con que los
factores inconscientes se insinúan en sus disposiciones y decisiones,
en realidad, no es su dueño. Estos factores inconscientes deben su
existencia a la autonomía de los arquetipos. El hombre moderno se
protege, por medio de un sistema de compartimientos, contra la idea de
ver dividido su propio dominio. Ciertas zonas de la vida exterior y de
su propia conducta se mantienen, como si dijéramos, en cajones separados
y jamás se enfrentan mutuamente. Como ejemplo de esa especie de
psicología en compartimientos, recuerdo el caso de un alcohólico que
llegó a quedar bajo la influencia laudable de cierto movimiento
religioso y, que necesitaba beber. Era evidente que Jesús le había
curado con un milagro y, por tanto, le mostraron como el testigo de la
gracia divina o de la eficacia de la mencionada organización religiosa.
Pero unas semanas después de la confesión pública, la novedad comenzó a
esfumarse y pareció apropiado algún refresco alcohólico, y de ese modo
volvió a beber. Pero esta vez la caritativa organización religiosa llegó
a la conclusión de que el caso era “patológico” y, evidentemente, no
era adecuado para la intervención de Jesús, así es que le llevaron a una
clínica para que el médico lo hiciera mejor que el divino Sanador. Este
es un aspecto de la moderna mente “cultural” que merece lo examinemos.
Muestra un alarmante grado de disociación y confusión psicológicas. Si,
por un momento consideramos a la humanidad como un individuo, vemos que
el género humano es como una persona arrastrada por fuerzas
inconscientes; y también al género humano le gusta mantener relegados
ciertos problemas en cajones separados. Pero esta es la razón de que
concedamos tanta consideración a lo que estamos haciendo, porque la
humanidad se ve ahora amenazada por peligros autocreados y mortales que
se están desarrollando fuera de nuestro dominio. Nuestro mando, por así
decirlo, está disociado como un neurótico, con el telón de acero
marcando la simbólica línea de división. El hombre occidental, dándose
cuenta del agresivo deseo de poder del Este, se ve forzado a tomar
medidas extraordinarias de defensa, al mismo tiempo que se jacta de su
virtud y sus buenas intenciones. Lo que no consigue ver es que son sus
propios vicios, que ha cubierto con buenos modales internacionales, los
que el comunista le devuelve, descarada y metódicamente, como un reflejo
en el rostro. Lo que Occidente toleró, aunque secretamente y con una
ligera sensación de vergüenza (la mentira diplomática, el engaño
sistemático, las amenazas veladas), sale ahora a plena luz y en gran
cantidad procedente del Este y nos ata con nudos neuróticos. Es el
rostro de la sombra de su propio mal, que sonríe con una mueca al hombre
occidental desde el otro lado del telón de acero. Es ese estado de
cosas el que explica el peculiar sentimiento de desamparo de tantas
gentes de sociedades occidentales. Han comenzado a darse cuenta de que
las dificultades con las que nos enfrentamos son problemas morales y que
los intentos para resolverlos con una política de acumulamiento de
armas nucleares o de “competición” económica sirve de poco, porque corta
los caminos a unos y otros. Muchos de nosotros comprendemos ahora que
los medios morales y mentales serían más eficaces, ya que podrían
proporcionarnos una inmunidad psíquica contra la infección siempre
creciente. Pero todos esos intentos han demostrado su singular
ineficacia, y la seguirán teniendo mientras tratemos de convencer al
mundo y a nosotros de que son solamente ellos (es decir,
nuestros adversarios) quienes están equivocados. Sería mucho mejor para
nosotros hacer intentos serios para reconocer nuestra propia sombra y
sus hechos malvados. Si pudiéramos ver nuestra sombra (el lado oscuro de
nuestra naturaleza), seríamos inmunes a toda infección moral y mental y
a toda insinuación. Tal como están ahora las cosas, estamos expuestos a
cualquier infección, porque, en realidad, estamos haciendo, en la
práctica, las mismas cosas que ellos. Sólo que nosotros tenemos la
desventaja adicional de que ni vemos ni deseamos comprender lo que
estamos haciendo bajo la capa de los buenos modales. El mundo comunista,
como puede observarse, tiene un gran mito (al que llamamos ilusión, con
la vana esperanza de que nuestro juicio superior lo haga desaparecer).
Es el sueño arquetípico, consagrado por el tiempo, de una Edad de Oro (o
Paraíso), donde todo se provee en abundancia a todo el mundo, y un jefe
grande, justo y sabio, gobierna el jardín de infancia de la humanidad.
Este poderoso arquetipo, en su forma infantil, se ha apoderado de ellos,
pero jamás desaparecerá del mundo con la simple mirada de nuestro
superior punto de vista. Incluso lo mantenemos con nuestro propio
infantilismo, porque nuestra civilización occidental también está
aferrada por esa mitología. Inconscientemente, acariciamos los mismos
prejuicios, esperanzas y anhelos. También creemos en el estado feliz, la
paz universal, la igualdad de los hombres, en sus eternos derechos
humanos, en la justicia, la verdad y (no lo digamos en voz demasiado
alta) en el Reino de Dios en la tierra.
La triste verdad es que la
auténtica vida del hombre consiste en un complejo de oposiciones
inexorables: día y noche, nacimiento y muerte, felicidad y desgracia,
bueno y malo. Ni siquiera estamos seguros de que uno prevalecerá sobre
el otro, de que el bien vencerá al mal o la alegría derrotará a la
tristeza. La vida es un campo de batalla. Siempre lo fue y siempre lo
será, y si no fuera así, la existencia llegaría a su fin".
El Hombre y Sus Símbolos (1964)
Carl Gustav Jung