Aún recuerdo la primera ocasión que oí hablar de Pink Floyd. Se trataba de un día en el calendario del 2006, quinto y último año de mi curso en la escuela secundaria. Particularmente, se trataba de la clase de música, nos sentábamos formando una ronda debido a la escasa presencia de alumnos, ya que cuando hubo que elegir una disciplina extracurricular, la mayoría había preferido apuntarse en arte. El profesor nos había encargado un trabajo grupal de investigación sobre la historia del rock cuya evaluación iba a devenir en la nota del boletín de calificaciones, tras comprobar que efectivamente no iba a ser fructífero su intento de enseñarnos a tocar a cada uno por primera vez y simultáneamente instrumentos cuyos sonidos bifurcaran en una melodía armónica. Poco atractiva me había parecido la propuesta sustituta y ninguna estima me causaba, desde que la investigación no se delimitaba a ningún aspecto concreto sobre el rock, ni siquiera al contexto de su surgimiento o de su evolución; por el contrario simplemente estaba condenado a ser una cronología histórica y básica acerca de sus fundadores más influyentes y cómo prosiguieron la tarea los músicos que en tiempo (sólo en tiempo) les sucedieron. Por otro lado, en ese momento yo era una persona bastante retraída, y no me hacía ninguna gracia reunirme con compañeros de curso a hablar sobre cuestiones tan personales como son los gustos musicales. A esto se le sumaba que, en un principio ya bastante molestia me había causado el comentario del profesor cuando recién comenzaba a manar mis primeros acordes de la guitarra que recientemente había adquirido para las clases que tomaba fuera de la escuela. Con sus mejillas rosadas salpicadas de pinceladas color tomate, producto de la rabia suscitada luego de concientizarse de que era en vano creer que en el corto plazo íbamos a lograr una imitación coordinada de Sounds of silence unificó e individualizó su descargo contra mí: “No entendés nada”.
Fue a causa de ello que sólo por obligación y apenas en vistas a aprobar la materia, ese mismo día en la escuela dos compañeras, que se sentaban a mi lado en la ronda, y yo acordamos que formaríamos un grupo para distribuirnos la investigación, que como ya había mencionado anteriormente no tenía ningún eje orientador. Dadas las condiciones en las cuales había surgido el proyecto, en ningún momento podría haber intuido que quizás obtendría alguna experiencia que conservaría o incluso disfrutaría en un futuro.
El método de investigación era el sospechado: cada una por su cuenta buscaría a través de Internet información acerca del surgimiento del rock y luego indagaríamos sobre los músicos más relevantes que lo habían encarnado. Fue así que nos enteramos de que existieron unos seres apodados Chuck Berry, Little Richard, Bill Halley, y además, de que el mismísimo Elvis Presley había sido uno de los primeros representantes del movimiento que recién comenzaba a explotar en los tan creativos como influyentes años ’60. Los datos eran tan vastos y las ganas de reunirnos, tan difusas que decidimos que cada una se encargaría de conseguir información por su cuenta sobre algún representante del rock, y cuando ya hubiéramos reunido un cúmulo importante de información, nos reuniríamos a recopilarla en un texto. Así, cada una pudo estudiar biográfica y auditivamente a Jimi Hendrix, Jim Morrison o Janis Joplin. El pseudo-castigo o fracaso colectivo (tanto del profesor como de su alumnado) tomaba otra trayectoria, empezaba a mutar para mí en una muestra de gratitud hacia él.
A los Beatles, ya los conocíamos de oídos, pero fue cuando nos adentramos un poco más en las vertientes setenteras del rock que hallamos a unos ingleses quienes se robaron toda mi atención, puesto que llevaban un nombre tan cautivadoramente particular como enigmático… se hacían llamar Pink Floyd. Me dije mentalmente mientras exploraba digitalmente biografías acerca de ellos y su estilo musical que tenía que conocerlos… sí que lo haría, primero terminaría de conocer bien a sus integrantes, luego el por qué de su nombre, y a continuación, nótese el criterio musical que cargaba en esos años, observaría todas las portadas de sus discos y aquél que me produjera un impacto mayor, ése compacto sería el que escucharía en primer lugar. Si bien me habían impresionado los dos rostros metálicos que se desprendían del paisaje uniforme en The Division Bell, el elegido fue indudablemente The Dark Side of the Moon. La presencia del prisma en penumbras y una luz que al atravesarlo se reflectaba dividiéndose en luces de colores, aunada al significado que podía llegar a desprenderse del título me, intrigaba, me inducía a querer desentrañar ese misterioso simbolismo proyectado hasta en el arte del disco. No obstante, intentando hacer menguar mis expectativas, las cuales ya me habían conducido a leer el título de cada canción que constituía el disco, a tantísimas interpretaciones que de algún modo vinculasen la imagen de tapa con sus títulos, iniciales y tan sólo apriorísticas, que me dije que escucharía el disco tranquila, dejaría que del todo surgiera un concepto integrador, y me dejaría sorprender tal como cuando de manera casual había llegado a saber de ellos. Por eso, dediqué mis esfuerzos a terminar mi parte de la investigación.
Durante la tarde de cada viernes, en el aula de computación de la escuela se llevaban a cabo prácticas de mecanografía, exigidas para aprobar esa materia, aunque asimismo se trataba de un lugar adecuado para todo aquél que quisiera terminar tareas incompletas ya fuera de esa materia u otras. De manera que allí nos dimos cita dos o tres viernes consecutivos, que desembocaron en el trabajo final terminado. Tengo que reconocer que sólo recuerdo que nuestra investigación resultó aprobada, aunque en realidad tampoco es importante con qué nota. Ahora sí tenía tiempo de inundar mi habitación de la música de mi pendiente Dark Side of the Moon, de los Floyd.
Era uno de esos días en los cuales la única imagen que se le representa a uno en la cabeza es la de verse recostado en la cama. El invierno colmaba la tarde, dándola por terminada, la noche se instauraba desde la ventana del colectivo 136 ó 137 mediante el cual volvía a casa. A pesar de que solía disfrutar las caminatas de regreso, había sido una de las últimas clases antes de los exámenes finales, lo que equivalía a decir un período de cansancio acumulado. Mi visión ahora introspectiva que podía recuperar ahora, me decía que mi único plan para esa noche era irme directo a la cama, postergando cualquier bocado… y hasta a Floyd.
Recuerdo que entré a mi habitación y en penumbras, el camino de la mochila culminó sobre la silla del escritorio sin desempacar. No sé por qué encendí el velador, tal vez por costumbre, o para paliar la carencia de luz externa. Observé paulatinamente la luz hacerse más intensa hasta que se encendió por completo. Su brillo se focalizó sobre el Dark Side of the Moon, que yacía junto al velador sobre un par de libros, y resplandeció. El contraste estaba funcionando. En ese momento tuve mi segundo contacto con Pink Floyd. Tomé el disco como si tratara de una obra de arte, la pieza que desvaneció el sonambulismo en el cual permanecía inmersa. Y como encantada por otro hechizo, caminé hasta la cómoda sobre la cual descansaba por esa época mi reproductor de música, lo introduje y desde esa noche no pude dejar de escucharlos hasta hoy.
Lo que tampoco olvidaré es la última clase de música. El profesor desordenaba una pila de discos mientras llegábamos y completábamos los pupitres situados en ronda a su alrededor. Sobre su pupitre pude apreciar una cajita plástica con el rótulo “Led Zeppelin”. En el arte de tapa se veía un extraño símbolo trazado en una cosecha rural, del estilo de los que se atribuyen a la obra de seres extradimensionales o extraterrestres, sombreado por un dirigible. En ese momento, mi tiempo psicológico había quedado congelado en el nombre y la imagen de esa banda, que también quería conocer en profundidad, cuando no me percaté de que había comenzado a sonar la que luego conocería como Stairway to heaven, canción que fue el disparador de una amena conversación sobre las bandas musicales que habíamos descubierto.
Quizás, sin que haya figurado en su intención fue uno de los docentes que -hasta el momento- más ha contribuido a mi formación no sólo musical, sino también personal. Por primera vez la barrera de concreto aislamiento que había erigido y me protegía de mis temores, desilusiones y desengaños amorosos cabía en las palabras de otras personas, tomaba la forma de muro, por primera vez me sentía comprendida y acompañada. Por primera vez podía hallar mi lugar. Pero no por última, porque en los estadios de tristeza, de locura, de su genial cordura condensada en cada canción se unían indisolublemente a mí, atravesándome… sus reflexiones jamás cesarían, las concepciones filosóficas en torno a las cuales giraban sus discos no me abandonarían porque ya se habían adherido a mí y habían inculcado una cosmovisión que me había atravesado al punto tal que podía valorar mi vida un poco más… sin embargo, a la vez que me elevaba, me deprimía a causa de mi soledad y no podía escaparme ni un segundo de ese lado oscuro tan apacible que tenía la luna donde éramos nada más que ella y yo misma. El placer de la autosatisfacción se desvanecía cuando notaba que estaba sumida en un eco profundo que no era más que mi propia voz desolada. Y tuve que firmar una tregua con Pink Floyd, su música me remitía una y otra vez a un pozo cuyo único fondo ahora sólo podía ser el de salida. Tenía que cerrar la etapa escolar y concentrarme en la carrera que daba inicio.
Haber retomado hace meses el encuentro con Pink Floyd y mi intención de plasmarlo a través de este texto implica cerrar otro círculo, el de una profunda etapa de desamor hacia mi vida, pero a la vez es reafirmar que conocerlos significó un antes y un después indestructible en mí, convertir el presentimiento de que nada volvería a ser igual que me irradió tras haber escuchado el Dark Side of the Moon en la soledad de mi habitación por primera vez en el sentimiento de que los he arraigado a mi esencia de tal manera que siempre serán mi compañía necesaria, porque supieron volver a llamarme a la soledad de mi habitación cuando comenzaba a precipitarme en la desilusión más grande de mi vida, porque fue cuando el lugar al cual creí pertenecer durante tanto tiempo comenzaba a resquebrajarse que sus palabras volvían a recibirme, para caer punzantes en mi alma confirmando que tenía verme cara a cara con el dolor para conocerlo, palpar sus raíces y prepararme para arrancarlo, aunque mi cuerpo me lo negara… pero que ellos estarían ahí para ayudarme a sobrellevarlo, acompañándome en esta etapa de crecimiento en la cual tenía que aprender, en parte por mis propios medios, en parte a través de esas herramientas que ellos me estaban aportando a dejar morir esa parte de mí que me estaba arrebatando la vida, perecer para renacer transformada, como la naturalidad del otoño… que luego de morir en invierno se reconstruye en primavera… en otras palabras, haberme reencontrado con Floyd con semejante intensidad no me impedirá corroborar que son y serán mi banda favorita.
No obstante, estoy segura de que nunca derribaré por completo mi muro, porque es allí en mi soledad donde puedo verme realmente al espejo, pero la oscuridad me eclipsará sólo de a momentos, momentos que serán intercalados con otros, los cuales forman parte de mi luz, de mi núcleo de placeres que me permiten hacer de mi paso por esta vida una experiencia tan vital y que me permitirán fragmentar mi espejo cada vez que encuentre que mi esencia se aleja de quien conozco como a mí misma.
Por eso, gracias eternas,
Pink Floyd.