Todo un palo, más allá del encontronazo mediático con Skay Beilinson, para quienes pretendieron olfatear a través de unas pocas palabras y colocar con tipografía de tamaño significativo y rechoncha (el color es indistinto según el medio) el cimbronazo que hiciera trastabillar la esencia de esta banda. Las razones (si es que las hubo) no importan o no nos interesan ahora, eso es asunto suyo y de ninguno de nosotros.
Fue todo un palo a las emociones, creo que nadie esperaba un recital tan especial donde fue el principio de todo, la ciudad de la génesis de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota. Me animo a decir que fue más emotivo incluso que el de
San Luis vivido el año pasado, para esta misma época. Las 18 horas de viaje (cada vez más lejos, Indio) contadas desde el viernes costaron arriba de los colectivos que nos transportaron hacia Salta, pero se hicieron pasables con bastante música y algunos aperitivos, hasta la recepción, destilando la amabilidad de locales y visitantes, y la banda sonora a cargo de la murga del equipo de Juventud Antoniana, e la ciudad que descubriríamos como la más linda del amor esa noche.
De Rosario a la gloria. Fuegos de oktubre encendió la chispa de una noche efusiva, así lo ratificó más tarde el Indio: "chicos, los Fundamentalistas están que arden", sosegando a la hinchada redonda. Asimismo, el abrupto cambio en el orden de los temas vaticinó la intensidad vivida en cada uno de ellos, reconfortados en la sensación de que lo sucedáneo sería proveniente de ensueño, tal que recién en el séptimo tema pudimos recuperar el aliento con Ramas desnudas continuada por Bebamos de las copas lindas.
Ahora bien, fui a Salta y tenía que hacer honor a su nombre, por lo que desobedeciendo directrices pseudo-paternales, me bajé de la tribuna al campo, punto de cocción del pogo y de los abrazos interminables en Juguetes perdidos.
¡Dale, dale, daaale! Tanto el buen humor decantado en cada una de sus sonrisas, como el rocanrol maravilla de toda la banda hacen ireemplazables los kilómetros recorridos porque cada uno dejó una huella imborrable, lo cual para quien lo siente y por ende, lo entiende nos regalan algo más aparte, que involucran las ganas de volver.
¡Y cómo no! Ejercicio mental previo y debate fugaz murmurado, clásico tras cada presentación de cada tema por parte de Solari, para intentar adivinar ahora cuál sería el anunciado tanguito. Suficiente euforia nos había desatado El arte del buen comer en el primer intervalo, donde se apreció el impecable saxo del invitado Sergio Colombo (Dancing Mood), y después el comienzo del segundo, con El pibe de los astilleros, el cual no escuchábamos desde Jesús María.
A muchos nos temblaron las piernas, bastante demolidas ya, dentro del fervoroso clima al sonar los primeros acordes de Todo un palo, temazo jamás interpretado en versión fundamentalista. Increíble cómo nos regodeamos desde la guitarra precisa del consolidado Comotto hasta los vientos magistrales.
Aunque nos dieron reparos, no ocurrió sin torcernos el pulso entre cada balanceo de brazos, y en mi caso, arrancarme unas lágrimas en To beef or not to beef, punzantes gritos hacia el final. Es que un ratito antes también nos habíamos desparramado en la inmensa, pero justa dedicatoria, también extensiva a los desangelados, quienes sobreviven de las miserias más osucras que la sociedad excluye en un reducto de humillación y violencia encarnizada, llevando el nombre de tortura u otra situación aberrante, se llama aquí Pabellón séptimo.
Para destacar, lo cierto es que el clima entró en sintonía con el sonido, y la temperatura agradable se unió al vendaval de temas ricoteros -en total fueron 17, los cuales habían formado parte de la gira pasada-, donde el pogo se abrió paso para bailar también Ella debe estar tan linda, Me matan Limón, Un poco de amor francés, los dos clásicos enganchados Rock para el Negro Atila / Divina T.V. Führer y Nadie es perfecto / Ñam fi frufi fali fru. Deslumbrante fue la mágica Vuelo a Sidney, y con cierta insinuación flogger salió el pasito no tan nuevo ya de Por qué será que no me quiere dios.
No faltaron los incesantes agradecimientos de parte del ya auto-convencido vejete Solari (vamos que nos prometiste un disco más), en particular a su doctor, y en general, a toda la indiada habitual vibrante en cada ronda de Un ángel para tu soledad.
La despedida fue efímera, no hubo tiempo para los bises porque el Indio no se sentía bien de la gola (si te vi agarrar con ganas el vasito de whisky mmm... locuaz, pero no loco) y pidió ayuda para el epílogo Ji ji ji. Para quienes luego nos quedamos descansando muslos, cabeza y corazón acelerado, hubo una danza de fuegos artificiales, merecedora de los últimos aplausos.
Aun continúa resonando en mi cabeza aquella frase lanzada promediando el recital: "la última bengala en diciembre... van a querer prohibir la navidad". "No me hago ilusiones" (... ¡con lo vivido el sábado!) ni tengo expectativas, pero como el soñar no conoce de límites...
Antes de terminar, agrego un dato insólito. Debo haber estado en otra dimensión, producto de alguna bebida cuyo efecto desconocía porque en ningún momento pude escuchar fragmento alguno de La piba de blockbuster o El tesoro de los inocentes. Sucede que ciertos medios tildados de serios, los cuales se ufanan de ser mentores de la libertad de expresión además de no cubrir en forma adecuada los espectáculos, han maltrecho la utilización de la muleta "gentileza de...", trasformándolo en un subterfugio para copiar la (des)información, soslayando la correspondiente verificación precedente a la publicación. Me refiero al diario La Nación de Buenos Aires, hablo del Bebe Contepomi cuando dibuja los números de los espectadores.
Mejor, sigamos disfrutando de nuestra enfermedad, de la más sana.
"Rodando, montado a un tren especial,
rodando, en alquiler.
Rodando, mi amor elige el lugar,
rodando, para estallar"
Rodando, Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota.