El hijo de un diplomático que acaba de llegar de Francia escupió en el dorso de una carta y me la pegó en la frente. Riendo a carcajadas me empujaron contra un espejo. Era un arcano del Tarot de Marsella: L'Hermíte, El Ermitaño. Vi en ella mi infame retrato: un ser sin territorio, solitario, transido de frío, con los pies llagados, marchando desde una eternidad en busca ¿de qué?... De algo, fuera lo que fuera, que le diera una identidad, un sitio en el mundo, un motivo por el cual seguir viviendo. «El anciano alza una lámpara. ¿Qué alza mi alma milenaria? (Ante la crueldad de mis compañeros sentí que mi peso era un dolor transportado durante siglos.) ¿Será esa lámpara mi consciencia? ¿Y si yo no fuera un cuerpo vacío, una masa sólo habitada por la angustia, sino una extraña luz que atraviesa el tiempo, a través de innumerables vehículos de carne, en busca de ese ente impensable que mis abuelos llamaban Dios? ¿Y si lo impensable fuera la belleza?»
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