viernes, 23 de diciembre de 2011

Instantes

    Nosotros sabemos que la distancia incrementa el deseo. Hacía apenas dos días (una eternidad) que no te veía, y ya quería pasearme a través de tu piel. Para colmo, el comienzo del verano nos ajusticiaba con su calor, y nosotros haríamos un pacto de calor en nuestros cuerpos, pero tenía que ser de noche, pues cuando el verano encuentra su pesadumbre, yo hallo mi luminosidad en la penumbra.
    Entonces, recibimos (porque aunque me hablaban a mí, nos estaban citando a los dos) aquella llamada telefónica, y la distancia se disolvió de repente imperceptible, como el azúcar en el café amargo de la mañana temprana, como el viaje en colectivo que se hace repentino cuando se funde con la compañía de la música, como las obligaciones que se esfuman ante la concreción del encuentro tan alegremente insospechado.
    Tácitamente nos dijimos que no necesitábamos más luces que las de nuestros ojos. Sin embargo, la ventana no podía estar cerrada, pues habíamos esperado esa noche durante toda la semana. Mientras nos acomodábamos en el sillón, la oscuridad se apoderaba de la habitación, consintiendo sólo a la brisa que precede al vendaval a soplar en nuestros cuellos. El viento diseminaba el anuncio de la lluvia a lo largo de la sala de estar, su aroma fabricaba el ambiente. El cielo pálido comenzó a teñirse de un color gris, las pinceladas de acuarela eran de parte de las nubes cargadas de gotas, pues habíamos esperado esa lluvia durante toda la semana, y no por apagarse las estrellas el cielo deja de evocar su gracia. La belleza esta vez comenzó a caer en forma oblicua. La belleza caía o en realidad estaba elevándose. El perro se había tendido junto al sillón, haciéndonos compañía elaboraba también el ambiente. Se había establecido tal conexión, que no podía ser interrumpida; la dulzura del agua nos llamaba a llover con ella, sintiendo su humedad penetrándonos hasta los huesos retornábamos al cielo y luego a la tierra, y después de estacionarnos en el pasto del jardín éramos impulsados de nuevo por el vendaval que nos cavaba el cuerpo. No obstante jamás dejamos de sonreír ni de sentir ese cosquilleo que delata a la felicidad puesto que sabíamos que ese era su gesto, estábamos recuperando la fuerza natural (aunque durara apenas un momento), y era tan placentero... estábamos integrados, éramos tan humanos.
    Tantos besos no podían caber en una canción. Si antes, en Rosario había deseado estar como lo estaba ahora sentada en tu regazo, en este momento lo único que deseaba era disfrutar de ese instante, desarmarme en armonía con el trueno y rearmarme en ese ratito perfecto de silencio, de pausa calma que otorga el refucilo tan cómodo como utópico de ciudad, extraviarnos por un momento del alboroto de la urbanidad y detenernos en ese instante con la inmortalidad del abrazo que ama. Sin necesidad de palabras y con el chaparrón murmurando en la ventana, nos dirigimos a la habitación para eternizarlo.

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