Lo único que me gustaba de su oficina era la mesa. De madera y vasta, vastísima, tan pulcra como prolija que parecía que se bastaba a sí misma. Aunque solitaria en la sala de reuniones, desde que tengo memoria me encargué de cubrirla con cuadernos, lápices para colorear y más tarde, con las tareas de la escuela. A veces, impaciente, no esperaba al bar y se transformaba en asiento de meriendas compartidas y refugio de las únicas sonrisas que podía arrancarle su boca en el día.
El resto, eran papeles, vidas dentro de carpetas apiladas hasta agrietarse, algún día listas para recorrer los pasillos de aquellos tan eminentes como invisibles... y más papeles... y nervios (muchos).
El resto, eran papeles, vidas dentro de carpetas apiladas hasta agrietarse, algún día listas para recorrer los pasillos de aquellos tan eminentes como invisibles... y más papeles... y nervios (muchos).
Quizás por eso quería ser como él, tal vez por la mesa, quizás por él.