sábado, 29 de septiembre de 2012

Bicicleteada emocional

     Gracias por haberme propuesto la vuelta, pero no quería molestarte. Me habías dicho que tenías pensado trabajar en el balcón con las plantas... ¿y qué mejor trabajo que el de ocuparse de la Vida? Entonces, tendría lugar mañana, y mi deseo de estar contigo, que ahora esperaría paciente. Pero ante los primeros reojos hacia la bicicleta estacionada frente a la puerta del departamento, mi entusiasmo no pudo responder a que los giros de las manecillas indicaran el día siguiente, y partió, llevándome consigo y a la bici recién autorizada por el mecánico para rodar de gestos propios, los caminos humanos desandados por los cuatriciclos de hedor y humo.

     A ellos no los conocía hasta esta tarde en el parque. De las pedaleadas me había despojado sola, hace unos cuantos años... aunque mis recuerdos pueden llegar a estar encubriendo una década seguramente. Así que sobre la bicicleta, sólo podía andar a las caídas. El parque me recibió diferente, el Sol y hasta la gente, parecían visualizar mi alegría, que no reparaba en contener. Por primera vez crucé a personas que hacía tiempo no veía, y lo más interesante fue haber constatado que me ubicaban todavía en alguna fotografía de sus vidas. Las flores a veces también se diseminan, todo comienza por saber recoger los indicios. No se me dificultó descubrir que a ese día tenía que hacerlo. Intenté por todos los medios contagiar de ese entusiasmo a mi torpeza, pero no pude. Como a la hora de danzar, los movimientos se me habían secado. Dudé en llamarte, me había prometido no hacerlo, sobreviniese cualquier imprevisto (bastante previsto, valga la acotación). Estabas ejerciendo una de las más bellas formas de amar, depositando tu confianza en la tierra, en el cosmos por entero y a pesar de la ciudad que nos cercena la huerta. Y mi ego se apoderó de mi tristeza, y marqué tu número para interrumpirla y que vinieras en rescate de la soñadora empequeñecida contra el pasto. Perdoname, aún no termino de reprocharme no haber podido deshacerme de él.

     Tal vez era el lugar el que no completaba mi ramillete de indicios. No me refiero al parque, sino al rincón dentro del parque. Se me ocurrió que quizás tendría que regresar al sitio donde había comenzado todo hacía tiempo ya, cuando por fin cambiaba las rueditas agregadas a la rueda trasera, por la brisa del aire libre. Así que a pie y junto a la bici, surqué pequeñas lágrimas hasta que me encontró la belleza de uno de los lapachos rosados junto al planetario. No quería decepcionarlo justo a su lado. Justo allí esbocé un intento nuevamente, erradamente, subiendo al asiento sin antes haber posado un pie sobre algún pedal era claro que mi destino no iba a ser otro que el suelo. La bicicleta casi se desvaneció, evitándolo yo, por poco, cuando alguien me llamó sin saber mi nombre. La primera imagen que me acudió fue la de un perrito, de esos lanudos y blancos como ovejitas, que suelen verse paseando en las calles rosarinas. Pero los perros cuentan con la suerte del ladrido. Así que dirigí mi mirada hacia uno de los lados, y se me apareció una chica quien se encaminaba hacia mí. Se presentó con una sonrisa, antes que con su nombre y mientras le contaba sobre mi deseo de reestrenar la bicicleta de mamá después de tanto tiempo, me mostró cómo podía dejarme conducir por ella. Apoyar un pie sobre el pedal y luego sentarme, ese fue el consejo.

     La mirada atenta del perrito siguiendo los juegos humanos que no quieren desaparecer, la chica componiendo espontáneamente su solo estar junto a mí constituyó el envión. De repente recuperé el equilibrio. Cuando se separó del manubrio y me sentí salir andando, algo volvió hacia mí, algo que me empujaba a volar, aunque sólo fuera soñando arriba de la bicicleta. Los veía alejarse a la chica, al perrito, al lapacho, pero pronto supe que lo hacía sólo desde el parámetro con el que mide la experiencia, que comenzaba a aproximarme de otro modo... podía flotar entre los suspiros que exhalaban las ruedas. El entusiasmo inicial se estaba correspondiendo con los tropezones, las personas más inesperadas en las cuales uno parece haber dejado huellas, otro viaje de ida hacia un pasado que no existe más que en nuestra percepción, que nunca existió en la infancia, el calorcito que ya huele a primavera, el lapacho que asistía a mis alas de ruedas, la resonancia emocional de un coro de pajaritos que me atrapó en sus voces, el perrito ovejita y la chica que ahora guardan conmigo ese recuerdo.

     Caída, invadiendo el aire las primeras veces, maquillada de lágrimas ante mi inexplicable idiotez, indagaba el impulso inspirándome en el Sol luminoso a pesar del frío y las nubosidades, recogiendo las ganas que pueden vislumbarse aún diseminadas, caería la próxima, con gracia y lo disfrutaría, mi cuerpo motorizaba el impulso sin dualismos mecánicos. Un cambio en el manubrio es capaz de virar el horizonte. Mientras me empapaba de felicidad bañándome al Sol y a la luz de tan vívidos momentos, prometí no soltarlos al capricho del tiempo. Esa felicidad que puede caber en apenas instantes porque no se rige según el tiempo terrenal, y las infinitas gracias que no conseguía dejar de enunciar me disiparon de la mente preguntarles a la chica y al perrito sus nombres, pero intuyo que no fue otra torpeza. Sé que no los olvidaré.
  

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