domingo, 8 de abril de 2012

Le Fabuleux Destin d'Amèlie Poulain

 Jean-Pierre Jeunet
2001

     Desde que la vi por primera vez, hace unos años, hasta hace un par de días que repetí su compañía, no he conocido hasta ahora obra del cine en la cual me haya encontrado a mí misma, ni película que alcance a equiparar mi encanto por ésta. Y me atrevo a asegurar que siempre será mi preferida. La belleza de la banda sonora compuesta por el genial Yann Tiersen, su fotografía, sus personajes (en particular, Amèlie y Raymond), la focalización en las miradas como en los pequeños gestos me han hecho amar a esta película como en aquella primera ocasión, sinceramente no ha habido otra que haya conseguido arrancarme  lágrimas de emoción inmensurables.
     Se puede decir de Amèlie que es una chica fuera de lo común, una chica soliaria, una soñadora quien ha desarrollado su imaginación desde muy pequeña, una chica sensible que otorga especial atención y cuidado a los detalles, ella puede encontrar en una diminuta cajita de madera fragmentos de la infancia de una persona, porque es capaz de vislumbrar que las cosas simples, los pequeños placeres cotidianos son aquellos que nos caracterizan y le imprimen una huella a nuestra personalidad, nos distinguen de entre la multitud, nos hacen ser quienes somos.
     Amèlie también es una chica cuyos temores a ser lastimada contribuyeron a resguardarla en su timidez como me sucedió a mí cuando erigí mi propio muro para encerrarme en él, pero al mismo tiempo su sinceridad es lo bastante genuina para llevarla a crear sencillos gestos que derramen felicidad hacia su entorno, aunque sin interferir directamente en la vida de las personas. Y de eso se trata el amor, del acto de dar. Erich Fromm escribió en El Arte de Amar que “amar es fundamentalmente dar, no recibir. Sin embargo, la esfera más importante del dar no es la de las cosas materiales, sino el dominio de lo específicamente humano. ¿Qué le da una persona a otra? Da de sí misma, de lo más precioso que tiene, de su propia vida. Ello no significa que sacrifica su vida por la otra, sino que da lo que está vivo en él -da de su alegría, de su interés, de su comprensión, de su conocimiento, de su humor, de su tristeza-, de todas las expresiones y manifestaciones de lo que está vivo en él. Al dar así de su vida, enriquece a la otra persona, realza el sentimiento de vida de la otra al exaltar el suyo propio. No da con el fin de recibir; dar de por sí es una dicha exquisita. Pero al dar, no puede dejar de llevar a la vida algo en la otra persona, y eso que nace a la vida se refleja a su vez sobre ella; cuando da verdaderamente, no puede dejar de recibir lo que se le da a cambio. Dar implica hacer de la otra persona un dador, y ambas comparten la alegría de lo que han creado. Algo nace en el acto de dar, y las dos personas involucradas se sienten agradecidas de la vida que nace para ambas”. 
    Por eso, Amèlie tendrá que aprender a ser parte de estas historias que su mente esboza como protagonista, tendrá que hacer a un lado su timidez si quiere dejarse amar porque como en un juego hay que devolver el pase, en la vida construir una realción implica comprometernos en su reciprocidad, desenvolvernos en el sincrónico acto de dar y recibir tanto que confundamos estos polos hasta fundirlos en uno solo imposible de ser identificado; así lo supo El Principito cuando se hizo responsable para siempre de su rosa. Si Amèlie quiere permitir que otras personas penetren en su mundo, tendrá entonces que armarse de coraje y aceptar que para abrirse a sentir algo tan intenso como el amor, tenemos que arriesgarnos al dolor, a la decepción, porque después de todo vale la pena, ella no tiene los huesos de cristal, y sobre todo, ella puede identificar el valor de las personas a partir de sus detalles... además, como supo reconocer el adorable Raymond, “la suerte es como el Tour de Francia, lo esperamos durante mucho tiempo, pero pasa rápido. Cuando el momento llega, hay que saltar la barrera sin vacilar”.

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