Hacía calor, un calor asfixiante como podía inferir un verano en Rosario. Había llegado un punto de la noche en que la propia tersura de la cama le resultaba pesada, por ello creyó conveniente destaparse y hacer las sábanas a un lado. Las arcadas eran intolerables, los cabellos se le adherían a la frente con la espesa viscosidad del sudor. Lo único que deseaba en ese momento era levantarse a beber agua y comprobar por fin que la sandía no continuaba pudriéndose en la heladera. Que algo más que orgullo o estupidez en sentido material anidaba en ese ser que si bien la había concebido, por suerte (producto de cuestiones de genética o quién sabe) no había logrado transmitirle su especial aprecio hacia la suntuosidad. Porque donde se marchitaba la perfecta conjunción del aroma, el color y el sabor de la naturaleza en una jugosa sandía, ella apenas palpaba una heladera mediante la cual guarecerse de acumulación.
¿Para qué iba a hablarle sobre sentarse a compartir juntas un trozo de esa jugosa sandía? ¿Cómo iba a lograr contarle sus deseos, sus aspiraciones y sus pasiones si ella nunca los comprendería? ¿Por qué intentar llegar a alguien que siempre se empeña en destruir los puentes? ¡Cómo si nos implicasen tan poco tiempo y esfuerzo! ¿... Aunque sea parte de su familia, pese a que entrañe tu sangre? ¿En quién encontraba ahora de verdad su familia, los vínculos que la completaban? Parecía que cuando ella antaño la había dado a luz, ahora le devolvía oscuridad. Porque de todas maneras ella ya había cumplido su rol, ya había tomado la temperatura cuando su hija se quejaba de un persistente dolor de cabeza, ya se había puesto otra vez la jumper de escolar cuando las maestras indicaban estudiar de memoria las tablas de multiplicar, ya había tragado una y mil veces la preocupación durante la primera salida a bailar... aunque aun la satisfaga el hecho de esperarla en casa con la cena preparada... ¿acaso en verdad la satisfacía? ¿Dónde culminaba el placer y comenzaba la obligación? ¿De qué forma podía caber el afecto en las estrechas líneas de sus manos arrugadas?
Si al fin y al cabo, durante el almuerzo y la cena, lo importante eran las noticias del televisor aunque ofrecieran como sacrificio las reales, las cotidianas, las humanas novedades de palabras y gestos que inabordables se desgarraban detrás del ensordecedor ruido de este aparato. Si para sus ojos lo concreto era lo visible, atómico y materializado; no en cambio aquello que encerraba el misterio, la potencia, la fuerza que se llevaba a cabo, entonces cada una de las partes que componían a su hija, su alma no volaba más que como sombra difuminada de lo que alguna vez hubiera podido llegar a ser.
El calor ya le resultaba opresivo... tanto que finalmente no consiguió levantarse para lograr su cometido. Tal vez era a causa del excesivo calor o ella, quien en verdad no se atrevía a asomarse dentro de la heladera. Una casa no siempre es un hogar, aunque a veces se las alterne indistintamente como sinónimos, la hija lo sabía. Mientras su madre se amoldaba pasivamente a la rutina, la hija la resistía por medio de impulso. A veces sospechaba si su madre no quería en realidad sino sentarse a esperar la muerte sola. Aunque quizás a la hija también la rebosaba el orgullo, pero a ese orgullo era incapaz de edulcorarlo aun la paciencia de la jugosa sandía.
"El corazón late con fuerza,
como siempre,
pero esta vez no está al ritmo del tiempo,
perdido y olvidado en casa.
Me va a explotar por la nariz,
me doy vuelta en las sábanas sudadas,
contemplo el óxido que crece en mí,
se corroe hasta el esqueleto.
Hablo en voz alta y viajo a mi interior buscando,
busco vida durante un rato.
Me quedé en mi lugar,
con la esperanza como amiga, hago un poco de tiempo.
Busco un buen comienzo,
pero se convierte en una decepción".
Fragmentos de la canción Hjartað Hamast (bamm bamm bamm) [El corazón late con fuerza], de Sigur Rós, que forma parte del disco Ágætis Byrjun, a cuya portada corresponde la imagen que publiqué en esta entrada y edité medianamente.