Algunos dicen que a las palabras se las lleva el viento. Al menos, en mi caso, me gusta que no sea así. Permanecen inquietas, vivaces, como niñas despreocupadas de todo tiempo... quizás en mi mente o en mi alma, reflotando como cada imagen indeleble. Asociadas a personas con quienes los detalles fueron memorables, paisajes que me apropié de tanto andar y desandar, historias que desanudé con la mirada... no se desprenden... como no lo hacía mi cabeza de su almohada, esperando que Brothers in arms en la radio jamás se interrumpiese, para que ese momento no se termine; al contrario, me componen.
Dispuestas a quitar cualquier implacable cerrojo, son mi juego y mi refugio. Suspicaces a la soberbia mentirosa, disfrutan, en cambio de la canción de la mañana. Mis palabras viven, intentando traspasar el océano de silencio acompañadas por acciones, aunque a veces las inclaudicables ráfagas de arena me lastimen los ojos, y la soledad de éste resulte inmejorable. De palabras vivo, de aquéllas abandonadas que recojo con cautela como hojas de otoño que flotan de no querer morir tan frágiles y empequeñecidas, marginadas por otras que han de crepitar.
Claro, que estas palabras (las mías, también) son capaces de desvestirse la piel en acciones, mostrándose entonces inescrutables a ajenos y colarse como los anhelados rayos del sol de mayo a través de los poros del único destinatario que describa el deseo que sólo de miel sacie mi boca.
Alguna vez reprimí por no hacer sangrar oídos, otra vez me cansé de esperar en la orilla del muelle palabras que sobre un barco a mí no me llegarían. Resultó ser que el océano no era inabarcable, ni la marea era tan fuerte, ni mis palabras estaban tan lejanas.
Alguna vez reprimí por no hacer sangrar oídos, otra vez me cansé de esperar en la orilla del muelle palabras que sobre un barco a mí no me llegarían. Resultó ser que el océano no era inabarcable, ni la marea era tan fuerte, ni mis palabras estaban tan lejanas.