Comenzó diciendo transcurrida ya la mitad de la clase del mediodía del jueves, un día antes de la suspensión de clases en la facultad: "Después de rezar el padre nuestro, el ave maría, apréndanse los efectos de las obligaciones". Revolución sorpresiva de todos los santos en mi estómago hereje durante pleno proceso de digestión.
A continuación, luego de la muestra de fundamentalismo católico, remató: "ustedes tienen que estudiar las obligaciones (como también se llama a la materia Derecho Civil II) porque gracias a ellas van a ganar plata, ¡y miren qué incentivo, eh!", se ensalzaba con vítores el titular adjunto de la materia mientras se le desorbitaban los ojos y parecía escapársele la lengua serpenteante ante las sonrisas cómplices de la audiencia estudiantil, que festejaba su gracia.
No soy afable a las generalizaciones porque siempre existe un margen de error (paradójicamente esta es una generalización) mayor o menor. Sin embargo, soy consciente de que este es el pensamiento-prejuicio de gran parte de la sociedad, incluyendo a los estudiantes de esta carrera, ya sea que concurran a la facultad privada o a la estatal. Y hay quienes lo manifiestan y quienes prefieren callarse. Es la postura de los últimos la que más rabia me da, los tibios los llamo, quienes adoptan un pragmatismo absoluto; a decir verdad, los ultradefinidos me caen mejor.
En ese momento, formé parte del grupo de los que tienen una actitud contemplativa asumida cuando debería haber interrumpido la diatriba del santo recaudador preferí minimizar el asunto, así como tantas veces nos convertimos en asfalto sobre los cuales, tipos que por el hecho de que se han devorado una cantidad inaudita de libros, fortifiquen su omnipotencia de dioses terrenales.
De nada hubiese valido mi intervención, obviamente, probablemente hubiese obtenido alguna mirada irritante (cuando no un reproche) por parte del señor, y provocado un murmullo en la tranquilidad de la clase.
Sin embargo, estos profesionales son producto de la sociedad, de ella se alimentan en cuanto más incivilizada, más necesario es su trabajo, y la mentalidad de muchos carroñeros se disemina también a medida que aumentan los perjuicios, aunque honestamente deshonestidad no es extraña a ningún trabajo.
Lo que sí es grave es que los docentes y sus colaboradores de cátedra -sobre todo de una facultad estatal- transmitan ese pensamiento no digno de ejemplaridad, si bien es legítima su libertad de expresión y la destaco pues pienso que si una persona cree con firmeza y determinación en algo, lo menos que puede hacer es defender su postura, pero en este caso va más allá en el sentido de que no se trata tampoco de un tema que atañe a la materia para discutir libremente en clase, es sólo una opinión personal de un docente sobre una posible salida laboral que puede ser o no compartida.