Que esta mañana hubiera despertado junto a Él y el fresco del verano, era un destello de que este día no iba a ser habitual, porque este viernes ya había comenzado diferente. Dado que tenía que hacer algunos trámites, los había delineado mentalmente desde la noche anterior y repasado al tiempo que terminaba el té del desayuno y mis parlantes evaporaban las melodías de Oren Lavie cuya música recién empezaba a conocer. Comenzaría por comprar una tarjeta de colectivo, la de $4.60, pues sólo tenía pensado hacer dos viajes: uno hasta la oficina de papá debido a otros trámites, y el segundo, hacia la óptica donde iría a encargar unos lentes nuevos en reemplazo de los que tenía que prosiguen su existencia rayada. Así que cuando llegué al quiosco de la esquina en busca de la tarjeta, desde afuera un anuncio en hoja de impresora y tipografía bastante llamativa de color negro cambió mi rumbo: no había tarjetas, y con la leve molestia de quien termina por modificar involuntariamente sus planes ya alterados por la pena de quien vio perecer esa misma mañana su anhelada compañía en forma de mp3, y la desesperanza de encontrar otro lugar de venta de tarjetas en las cercanías, decidí que mi medio de transporte serían mis pies y que además, me calmaría a causa del mp3 pues no tendría la capacidad milagrosa de Jesús pero alguna forma tenía que encontrar para resucitarlo de ese berrinche tecnológico.
Era una mañana atípica de enero: corría una leve brisa que amparaba del sol de verano e inducía a las caminatas bajo un cielo celeste que parecía lavado. Había vestido acorde, con una remera suelta, jean y sandalias. Por eso, en realidad no me disgustó en absoluto que mi búsqueda se frustrara. Pero esa mañana tenía algo aun más especial: su beso, cuyo aire parecía congeniar estupendamente bien con la brisa que ésta lo sellaba a mis labios mientras caminaba a paso lento, impregnándome del tiempo que encantador como extraño la vida me había regalado. Como el marinero que ante una corriente inesperada decide un viraje espontáneo en su timón, partí tomando como dirección la calle Montevideo, la pedregosa calle Montevideo que oscilaba entre luz y oscuridad a esa hora. Había olvidado mi celular, el cual también uso como reloj (tal es la importancia que le doy al tiempo físico cuando no tengo horarios establecidos que cumplir), en el departamento así que desconozco precisamente de qué hora se trataba.
Era una mañana atípica de enero: corría una leve brisa que amparaba del sol de verano e inducía a las caminatas bajo un cielo celeste que parecía lavado. Había vestido acorde, con una remera suelta, jean y sandalias. Por eso, en realidad no me disgustó en absoluto que mi búsqueda se frustrara. Pero esa mañana tenía algo aun más especial: su beso, cuyo aire parecía congeniar estupendamente bien con la brisa que ésta lo sellaba a mis labios mientras caminaba a paso lento, impregnándome del tiempo que encantador como extraño la vida me había regalado. Como el marinero que ante una corriente inesperada decide un viraje espontáneo en su timón, partí tomando como dirección la calle Montevideo, la pedregosa calle Montevideo que oscilaba entre luz y oscuridad a esa hora. Había olvidado mi celular, el cual también uso como reloj (tal es la importancia que le doy al tiempo físico cuando no tengo horarios establecidos que cumplir), en el departamento así que desconozco precisamente de qué hora se trataba.
Por momentos sentí al clima tan agradable con la brisa refrescando mi cuello y mis pies que tuve una reminiscencia al otoño, estación que por sus sensaciones, sus colores y su textura tanto me gusta. Era como si a través de este epílogo que tuvo como prólogo la lluvia del martes el verano me animase a amigarse de nuevo conmigo, luego de haberlo detestado durante varios días de calor sofocante. Mientras algunas mujeres y porteros/as de edificios limpiaban las veredas montevideanas, el canto de los pajaritos revoloteaba los árboles que enmarcan en hilera la calle montevideana, y yo seguía hasta que se posaba en alguno desde donde podía apreciar mejor sus melodías. Cuando caminaba una de las cuadras de mi trayecto, unas gotas de agua salpicaron mis pies al descubierto y pronto descubrí que se habían escapado de la manguera que una mujer utilizaba para limpiar la puerta de entrada de un edificio. Le agradecí esas gotas de agua que me remitieron a momentos de mi infancia cuando durante las épocas de convivencia con el calor infernal, mojarse con la manguera en el patio de la casa de mi abuela en Firmat significaba un placer epicúreo. La mujer me miró desconcertada, como si de mis palabras hubiera surgido un acontecimiento insólito, pero luego me respondió con una sonrisa que me llevé el resto del camino. En un momento fue tal el tránsito que traía Montevideo que preferí desviar mi camino y trasladarlo a la avenida Pellegrini. De todas maneras, qué importaba seguir retorciendo mis planes y caminar una cuadra demás si el día se prestaba de buena gana para los paseantes a pie.
Fue entonces que toparme con un edificio en construcción involucró arena en mis pies, y nuevamente, la migración a la niñez ahora en la estadía del arenero de la plaza López. ¡Qué feliz se podía ser con un baldecito y una palita juntando arena! Y luego desparramándola con el impulso de las hamacas que se levantaban sobre el mar arenoso, haciéndola volar mientras intentábamos nuestra meta de llegar volando hasta el cielo. Esa felicidad era la que tenía lugar en mi caminata mediante la presencia de pequeños momentos, preciosos momentos que encajaban precisamente para hacerme sentir realizada, aunque fuera por sólo unos instantes. Creo que no cabría explicación posible que narre su intensidad, asumo que son ajenas las explicaciones para la felicidad, siento que sólo cabe sentirla. Y luego, cuando debido a la cercanía de la oficina de papá tuve que retomar mi rumbo montevideano inicial, la volví a sentir en el saludo de los buenos días que me ofreció un amable hombre cuyo oficio lo encontró en los coches que algunos estacionan a la altura de Oroño y Alvear, cambiando el cuidado de los mismos por algunas monedas. Sin dudarlo, también me surgieron las ganas de desearle los buenos días a él, y sorprendida, al igual que la mujer a quien minutos antes le di las gracias por la pequeña llovizna que había caido sobre mis pies, continué el camino ahora a pocas cuadras del lugar donde trabaja papá.
Me dirigí hasta Santiago. En calle Santiago se agrupa una cierta cantidad de hojas amarronadas que no pudieron esperar al otoño amarradas a las ramas de los fuertes árboles y quisieron bajar a la ciudad. De modo que me dediqué la última parte del camino a compartir su destino haciéndolas crujir. Cuando llegué a la oficina, me estaba esperando papá. Preocupado, porque había estado llamándome al celular y claro, no iba a atender la almohada, donde lo había dejado. Cada una de las personas que saludé dentro del lugar, también estaban muy amables, parecía que alguien más estaba complacido con el día. Después de haber conversado un rato, papá me acompañó hasta la puerta y prometió llamarme para invitarme a comer una pizza el próximo lunes. Hace tanto tiempo que no como pizza que ya la estoy imaginando. Aun me faltaba el segundo rumbo: la óptica, por lo que tenía que llegar hasta Alvear a esperar el colectivo al destino más lejano, el microcentro. No tenía tarjeta, pero sí contaba con algunas monedas con las cuales pagué mi pasaje después de haber sido recibida por el saludo del chofer, que no podía perderse solo en el eco de un motor fatigado y le respondí su cortesía. Me acomodé en la soledad del colectivo y mirando a través de la ventanilla aledaña al asiento, empecé a cantar mentalmente una canción de Sigur Rós, Njósnavélin cuando pensé que pasara lo que pasara, nada iba a poder opacar ese día, había llegado tal punto en que nada sería capaz de alterarlo sino sólo para superarlo. El viaje se hizo bastante apresurado, ya que el tránsito estaba liviano (¿o se habría ido navegando hasta la costa atlántica?). La parada del colectivo me dejaba a dos cuadras de la óptica. Siempre mantuve el recuerdo de esa óptica, porque cuando recién me habían recetado los primeros anteojos para ver de lejos y la rebeldía de mi adolescencia no quería saber nada de ellos, el óptico me presentó un par de lentes tan bien elaborados que logró apaciguar mi renuencia a usarlos, y sólo la cercanía de otra óptica situada sobre la vereda frente a mi casa impidió que a la nueva graduación la encargase allí. Ahora bien, ante mi sospechosa mala suerte con mis segundos lentes provenientes de la óptica cómoda, que terminaron por rayarse, decidí volver a la primera y descubrir satisfecha que todavía sigue abierta y la inflación ni los lentes de contacto pudieron arrebatarle el mismo local donde fui por primera vez en calle Mitre. Así que cuando entré, una amable vendedora me invitó a sentarme, recordándome la delicadeza que le prestan a los visitantes de su negocio, y cuando le pregunté por unos anteojos similares a los que estoy usando por defecto (los mismos que había comprado allí) me ofreció unos azulados y otros, de color marrón que no sabía por cuál decidirme. Finalmente, elegí los marrones y salí, cargando una alegría que se me notaba en la mirada, aun con los lentes que no son de mi aumento. Crucé la calle, en la esquina de San Luis cuando supe que unos vestidos estaban en liquidación en ese local. Durante la mañana del jueves, aprovechando las rebajas de verano, había salido a renovar mi escaso vestuario con la intención de conseguir algún vestido; sin embargo, no había podido encontrar ninguno que me gustara ni que simpatizara con mi presupuesto, por ello me di por vencida, sabiendo que después de todo sólo era un trozo de tela y tenía que aprender a conformarme con el que tenía. Francamente, no tengo inclinaciones hacia el consumismo que no puedan moderarse, pero en ese momento, cierto presentimiento quizás potenciado por el hecho de que ya estaba allí y apenas me podía llevar un par de minutos entrar y disipar la duda. Entonces entré y vi un vestido que hizo que valiera mi entrada, fresco, floreado y a $40 (menos de la mitad del precio que figuraba en los vestidos de otros negocios). Así fue como habiendo suprimido mis prejuicios con respecto a los negocios de ropa de la calle San Luis emprendí el regreso a casa.
Llegado el mediodía, me encaminaba al departamento pensando en lo excepcional que había sido poder compaginarme en cada uno de esos momentos, con Él, con las personas, con el clima, con el canto de los pajaritos en unos breves pasos. Aun disfruto del regocijo que me causó haberme encontrado con las personas, saber que estaban sintiendo el día del mismo modo que yo, o que al menos podíamos coincidir en esos pequeños gestos, esos pequeños detalles que pueden tornar un día común y corriente en uno diferente, esos pequeños grandes detalles. El año pasado, aprendí que a pesar de que no pueda hacer frente contra las adversidades y negatividad que existe y predomina en el mundo, puedo preocuparme de hacer del espacio que me alberga por unos instantes un lugar más ameno por medio del sencillo saludo de los buenos días, aunque quizás no vuelva a ver a esa persona. Seguía pensando en cómo antes yo misma tendía a evitar el saludo, por ejemplo antes de entrar a un negocio, en las personas que salen cada día dispuestas a llevarse el mundo por delante, esquivando o atropellando a los que se les interpongan en medio del camino, en que me gustaría hacerles detener un momento su inmediatez para transmitirles lo halagada que me sentí luego de respirar ese clima otoñal, de conectarme con las personas en la acción de dar sintiendo a la vez en mi interior el deseo de querer devolver aquello que ese día había traído a mi mañana, como lo describe la protagonista de mi película favorita: “Amèlie tiene de repente la extraña sensación de estar en total armonía consigo misma, en ese instante todo es perfecto, la suavidad de la luz, el ligero perfume del aire, el pausador rumor de la ciudad. Inspira profundamente y la vida ahora le parece tan sencilla y transparente que un arrebato de amor, parecido a un deseo de ayudar a toda la humanidad la empapa de golpe”... cuando al volver por calle Laprida, divisé a un hombre agachado, quien no dejaba de exclamar su llamativo hallazgo ante una casa antigua, a pocos metros de llegar a 3 de Febrero. Esto me hizo volverme sobre mis pasos a contemplar su descubrimiento junto a él. Sucedía que un grupo casi infinito de hormigas trepaba desde la vereda a un rincón donde había una abertura expuesta a la fachada, y aun más allá de ese extremo, otra gran cantidad continuaba su curso bordeando la parte inferior de la ventana situada a la izquierda de la puerta. Indagando acerca de las razones que pudieran explicar la semejante conglomeración de hormigas allí, entabló conmigo una conversación que si no se extendió más fue porque él tenía que volver al trabajo, la cual cuminó, con su rostro y su voz que aun no podían salir de su asombro: “esas, son las coloradas” -repetía- “las que pican, las coloradas”, compartiendo conmigo una observación que me enriqueció el alma porque me colmó de humanidad...
Fotografía de la película Amèlie.
Fragmento de la canción Her Morning Elegance de Oren Lavie. Tuve el placer de conocer su música precisamente esa mañana, y de ir descubriéndola después, a lo largo de la tarde. La elegancia matinal que casualmente me embargó ese día residió en cada una de las experiencias casi oníricas que viví gracias a las circunstancias y personas que conformaron esos momentos.
“Soon she‘s down the stairs,her morning elegance she wears,the sound of water makes her dream,awoken by a cloud of steam.She pours a daydream in a coup,a spoon of sugar sweetens up”.
Fragmento de la canción Her Morning Elegance de Oren Lavie. Tuve el placer de conocer su música precisamente esa mañana, y de ir descubriéndola después, a lo largo de la tarde. La elegancia matinal que casualmente me embargó ese día residió en cada una de las experiencias casi oníricas que viví gracias a las circunstancias y personas que conformaron esos momentos.